Nada más entrar en mi calle escucho la palabra: asesinato.
No pienso nada, vivo en un barrio conflictivo y aunque los crímenes no son
habituales tampoco tienen nada de extraño. Alguna riña de drogadictos, pienso.
Un coche de policía, una ambulancia y varios curiosos hacen
la calle impracticable, pero atrapada por la curiosidad me mezclo entre el
gentío con la intención de preguntar. Las palabras se me quedan trabadas en la
boca cuando del portal colindante al mío veo dos enfermeros portar una camilla
con un cuerpo tapado. No me hace falta verle la cara.
Sé quién es.
Un mechón de pelo rojo se ha escapado de la mortaja y como
si de una llamarada se tratase el reconocimiento del cadáver me golpea el
cerebro. Solo hay una persona en el
barrio que posee ese tono de cabello.
Laura.
Laura, la niña que vi crecer
y cuya figura había comenzado a redondearse apenas un mes antes.
Recordé los gritos de Simón, mi hijo.
Una noche, en mi casa, discutieron por el niño que venía en camino. La
eterna cuestión: ella quería tenerlo, él no.
Yo, cobarde, no dije nada aunque mi sentimiento estaba con Laura y mis
ganas de que tuvieran al bebé se quedaron mudas ante los deseos de ese hombre
egoísta que era mi hijo.
Sí, callé.
Ahora miro el cuerpo sin vida de Laura y sé el nombre de su
asesino. Me escabullo hasta el portal de mi casa y subo las escaleras apenas
sin respirar. Al entrar en el piso el silencio me recibe, y aunque la
habitación de Simón está cerrada sé que mi hijo se esconde en su interior.
Puedo oler el miedo saliendo por debajo de la puerta.
Si hay alguien a quien he amado ha sido a Simón. Si él
desaparece yo me diluiré en la nada, dejaré de existir. Debería protegerlo, mi
hijo es todo para mí.
Entonces pienso en Laura y en el bebé que nunca conoceré. Sé
lo que tengo que hacer.
Miro por la ventana, la policía sigue en la calle.
Sin mirar atrás bajo en su busca.
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